Espíritu crítico

Hay actitudes que resultan necesarias para mantener una convivencia sana y en libertad, pero que con frecuencia son tergiversadas y exacerbadas hasta convertirlas en paradigmas absolutos que nada tienen que ver con su esencia original. Éste es el caso del “espíritu crítico”, que ha perdido su carácter constructivo y generador de progreso intelectual y moral, para convertirse en mera descalificación visceral y permanente de cuanto hacen o dicen los demás (sumiendo así a la sociedad en una dinámica de crispación permanente).

El espíritu crítico es, en realidad, la capacidad del ser humano de cuestionar los principios, valores y normas que le ofrece el entorno; es lo que espolea a los líderes, a los genios, o a cualquier persona con alma innovadora, a no conformarse con lo que hay e involucrarse en la búsqueda de nuevas ideas, nuevas sensaciones, nuevos descubrimientos o nuevos modos de convivencia…

Ahora bien, el espíritu crítico no es sólo algo que bulle en nuestro interior, sino que también se manifiesta a través de la crítica externa; una crítica, que para ser constructiva y fructífera debe ser argumentada y desapasionada. Hegel, por ejemplo, basa el progreso de la humanidad en la dialéctica histórica, compuesta de tres fases que se repiten hasta la saciedad a lo largo de la historia. En la primera, —la tesis— alguien lanza una idea. En la segunda —la antítesis— surge la crítica o contradicción a la idea original. En la tercera —la síntesis— se produce la afirmación de los aspectos más atinados de ambas, y esto supone un avance en el camino del progreso.

Pero la crítica más común entre nosotros no es ésta, sino la crítica demagógica. Este tipo de crítica se basa en que, incluso las decisiones mejor tomadas, están sometidas a factores que juegan en su contra, es decir, en que toda decisión presenta servidumbres imposibles solventar. Sobre esta base, el demagogo se centra en uno de esos factores negativos, ignora todos los demás, y pontifica sobre él. El resultado suele ser un soberano disparate, pero un disparate con visos de credibilidad ante un espectador inexperto y sediento de crítica.

Este mecanismo, artero y ratonil, es el habitual en debates, tertulias televisivas, comentarios o simples conversaciones de café, pues a través suyo podemos demostrar lo que nos venga en gana. No recuerdo el nombre de aquel parlamentario que, tras la defensa brillante de una determinada tesis —y con toda su bancada puesta en pie aplaudiendo a rabiar—, volvió un instante a la tribuna y preguntó, con sorna: ¿Quieren que ahora les demuestre todo lo contrario?…

En otro orden de cosas, algunos sentimos cierta prevención ante las personas especialmente criticonas, pues la experiencia nos dice que suelen ser las más flojas a la hora de arrimar el hombro en favor del procomún. Podríamos incluso arriesgarnos a clasificar a las personas en dos grandes grupos: las que hacen, y las que critican lo que otras hacen. Antonio Machado debía pensar de forma parecida cuando formuló su famosa frase: “En España, de cada diez cabezas una piensa y nueve embisten”… Lo que nos recuerda ese otro tipo de crítica que va acompañada de la calumnia, el insulto, la insidia, e incluso la descalificación personal… Y me dirán que esto no es realmente crítica, sino otra cosa, pero por desgracia es lo que más abunda en nuestra sociedad.

En definitiva, hoy se queda bien criticándolo todo y añadiendo después que el espíritu crítico es la base del progreso —sin saber a veces qué se está diciendo—. Y es posible que eso sea más o menos verdad, pero sería malo olvidar que la crítica no basta, que debe estar acompañada del trabajo y el esfuerzo para obtener algún fruto.

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